Los niños raros

Los 80. Foto de familia.

Me cuenta un viejo amigo que en dos semanas se va a celebrar una comida de antiguos compañeros del colegio. Adjunta lista por Whatsapp. Los del 79, se titula, que es el año en que nacimos casi todos. Solo varones, porque aquel colegio nuestro abogaba por la segregación genital y por pedir perdón al papá de Jesús una vez por semana.Mi viejo amigo, que estudió ingeniería y ahora es profesor de yoga (qué cosas tiene la vida a veces), me dice que será divertido comparar los distintos niveles de degradación física de cada uno de nosotros. No lo dice así, claro, pero lo dice. Y no me parece mala idea, sobre todo porque yo tengo pelo y estoy, por tanto, en una posición privilegiada de cara a la comparación capilar.

Es entonces, mientras pondero si acudir o no al condumio generacional, cuando me topo con una cita del polifacético John Waters que Jot Down cuelga en Twitter. Dice así:

«Tenemos que hacer que los libros vuelvan a molar. Si vas a casa de alguien y no tiene libros, no te lo folles» (John Waters).

— Jot Down Magazine (@JotDownSpain) abril 23, 2014

Como la mente humana es un gran misterio, mis neuronas chisporrotean enlazando la comida y la cita de Waters. Y recuerdo que, en el colegio y en el instituto, los libros, en efecto, molaban nada. Aquellos objetos eran, de hecho, cosa de maricas. De empollones y marginados. De niños raros.

Yo fui un niño raro. Afortunadamente, no era el único en el colegio; seríamos unos diez (entre miles), y el instinto de supervivencia nos juntaba en los recreos. Allí cada cual tenía su trauma. Recuerdo con especial cariño a un chaval, hijo de una prostituta y un cliente desconocido, que se ponía como loco cuando alguien le llamaba hijoputa. Hay gente que, ya de partida, lo tiene difícil de cojones.

No era nada fácil ser un niño raro en una ciudad industrial de provincias. Los padres sin mucha cultura, que en mi contexto eran casi todos, te miraban con una cierta extrañeza, como si un libro fuese un tutú o un urogallo. Como si leer fuese una depravación que no augurase nada bueno. Como si la cultura fuese contra la infancia o contra la felicidad.

No pasa una navidad sin que mi madre recuerde que una psicóloga del colegio la llamó para hacerle saber que su hijo era un bicho raro. Que hablaba poco, casi siempre consigo mismo, y que miraba los balones con una mezcla de pánico y asco. Que no era el único, por supuesto, pero no por ello dejaba de ser preocupante.

Hoy, algunos de mis amigos son profesores o padres o ambas cosas. Lo curioso del asunto es que, aunque casi todos tienen más cultura que sus progenitores, el miedo a los niños raros permanece. Muchos se acojonan cuando les sale un hijo introspectivo o empollón. Colapsan al descubrir que la criatura no les juega al fútbol o que, a pesar de ser varón, insiste en llevar las uñas pintadas de colorines. No entienden en qué coño piensan cuando se sientan ahí a dibujar durante horas, disfrutando en silencio.

No se enteran esos nuevos padres de que lo realmente triste es que te salga uno de esos aburridísimos niños normales. Porque no hay nada más bonito que la rareza. Los raros lo sabemos bien.Feliz día del libro.

32 comentarios

  • Grande Jose, yo también fui un niño raro que prefería llevarse libros para el recreo a jugar al fútbol. Y a mi madre también le avisaron de tamaña depravación y me vi forzado a disfrutar de recibir balonazos o empujones en vez de disfrutar de un ratin de lectura 😀

  • Yo llegue a leer tantos libros en mi edad estudiantil que el Carrefour tuvo que tirar de I+D (con el inútil filamento de la página 27) para evitar que un servidor tratase su sección de libros/música como el Badulaque de Apu

  • Hoy has molado, pero mi tesis es que no éramos nosotros los raros: lo monguer, si los miras bien, era gritar, dar codazos, dejarse patear y rodar por tierra por el absurdo propósito de meter una pelota en una red. Y que con la edad el ridículo juego de estas personas evolucionara hasta disfrutar de ver por televisión esas mismas acciones pero pagadas a precio astronómico, digamos que ya roza la perversión.

    • Pues a mí me gustan tanto los libros como el fútbol, y además tengo fútbol de pago. Mi «contratesis» es que todo humano tiene una mente racional, mediante la cual analizamos, apreciamos la letra de un poema, una novela, una canción… y otra puramente irracional: la que nos lleva al mundo de los sentimientos puros y a enamorarnos de una mujer o de un equipo de fútbol. Lo primero lo podemos analizar, describir, explicar… lo segundo no, sólo se puede sentir.

    • Tu contratesis hace aguas: lo que yo llamo raro, tú lo sitúas dentro de una hipotética «mente puramente irracional» ergo me das la razón.

      (Me encanta ganar)

      • Un Jean Piaget explica que el primer estadio de la inteligencia es el juego, mas concretamente el juego simbólico.
        Un niño que no sabe jugar será un adulto que no sabrá pensar.
        Un juego no es mas que un problema en el que tienes unas normas que cumplir para llegar a un objetivo, eso por supuesto no tiene nada que ver con la inteligencia, o si.
        Es que como yo no leía, pues no soy tan inteligente, como los que leían en los recreos, pero con dos carreras universitarias me arreglo para ir tirando

  • La normalidad no existe. ¿La normalidad según quién? Su existencia supondría la aceptación de un ser objetivo, ajeno e inmune a todo, que dictaminara los parámetros de la normalidad. Y que yo sepa, por mucho que algunos se esfuercen por desempeñar ese papel, no existe tal ser supremo. Partiendo de esta base, lo que la gente entiende como normalidad (que yo prefiero llamar borreguismo, ignorancia o, lo que es mucho pero, falta de curiosidad) es aburridísimo. En la rareza está la evolución, la creación y la sorpresa. Y sin ella estaríamos perdidos en este mundo de locos. ¿Qué nos quedaría? Yo fui una niña muy normal (en apariencia). Me he ido haciendo rara con los años y, qué quieres que te diga, sienta muy bien. Maravilloso post. Gracias.

  • Los niños raros se acaban convirtiendo en adultos interesantes. Los niños normales lo tienen mas difícil para brillar una vez pasada la veintena, la mayoría se acaba volviendo gris.

  • Tengo un amigo que es maestro, y siempre cuenta esta anécdota (mi amigo es una persona erudita y un lector impenitente). Un compañero de trabajo le dijo una vez, en tono despectivo: «¡Tú siempre andando con libros!» El otro era maestro, también.

  • Muy buen post!! Ahora recuerdas con orgullo que eras raro… pero… ¿lo pasabas bien de peque? A mi me encanta ir sola al cine pero al principio me daba vergu decirlo por si pensaban que era rara… (Si no soy rara… solo pedantilla, pensaba yo…)

  • Recuerdo una vez que, al volver de Semana Santa, la profesora de Lengua y Literatura nos preguntó qué libros habíamos leído. Después de dar mi lista (como todos los años y al volver de cualquiera de las épocas vacacionales), me miró despectiva poniendo en duda que fuese verdad…
    Cuando nos juntamos la gente de clase todavía me recuerdan esa anécdota y la de «álgido, muy frío, no debe utilizarse como punto culminante» que le tuve que leer a la misma profesora del diccionario (aunque ahora la RAE ya acepta esa definición de punto culminante).
    Menos mal que fue la excepción, y tuve la suerte de contar con profesoras y profesores (y, claro, la familia) que avivaron mi curiosidad por los libros y muchas cosas más.

  • A ver, no era lo mismo jugar al futbol que al balonazo (es evidente que los raros no os enterábais). En el primer caso se trataba de meter el balón a través de un rectángulo vertical, ya fuera exento, pintado en la pared, señalado en dos de sus vértices por los jerséis o puramente virtual. En este juego, los balonazos eran un inconveniente.
    En el segundo caso, se aprovechaba un rincón del patio con paredes a 90º y el balón más pesado que hubiera para golpear a los otros con chuts dignos de Roberto Carlos (No, el del gato triste y azul, no. Otro, que metía goles desde el medio campo)

    En fin, que érais una puta desgracia. Antes y ahora.

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